Hace algunas décadas todavía era posible estudiar “por correspondencia” o “a distancia”. En aquel entonces, no se usaba el término presencial para indicar la modalidad de las clases que no eran a distancia. Porque asistir a clase en persona era algo que pertenecía al orden natural de las cosas y como tal no requería ninguna aclaración. A partir de la instalación de las clases virtuales durante la pandemia, todo cambió y nunca más volvimos a las clases a secas, a las clases normales o a las clases en persona. Volvimos a las clases "presenciales". Esta instalación del binomio presencial-virtual generó un nuevo orden a nivel simbólico, en el que la experiencia virtual se posicionó al mismo nivel que la experiencia física en el mundo real. Produciendo el doble efecto de naturalizar lo virtual y desnaturalizar el encuentro físico, que empieza a convertirse en un hecho cada vez más excepcional y que, por lo tanto, necesita ser señalado. Quizás sea mi post trauma pandémico hablando, pero siento que este binomio odioso contiene la amenaza latente del decreto arbitrario de la virtualidad. Y que nosotros, al adoptarlo tan alegremente al tiempo que lo extendemos a todos los ámbitos de nuestras vidas, lo avalamos y perpetuamos sin considerar que todo aquel terreno en el que hayamos habilitado la virtualidad, puede desaparecer por decreto en su modalidad presencial de un día para el otro.
¿Y qué es exactamente la presencialidad?
El concepto presencialidad como lo utilizamos hoy, se define exclusivamente por su oposición al concepto virtualidad. Siendo que lo virtual es aquello que sucede en línea, lo presencial será aquello que sucede fuera de ella. En esta oposición, la variable condicionante será el estar "en línea" o no y nada más. Lo que termina definiendo el sentido del término de un modo unilateral, en el que se distingue sólo un aspecto técnico del instrumento que intermedia la comunicación. Esto produce un empobrecimiento del sentido del encuentro muy profundo. Ya que excluye de la definición todo elemento humano de la experiencia vital de compartir la presencia y, por ende, los invisibiliza.
Como la virtualidad consiste en vernos y escucharnos a través de dispositivos conectados a internet, la presencialidad consistirá también solamente en el acto de vernos y escucharnos, pero directamente. En esta operación, inevitablemente, se olvida todo lo otro que sucede cuando estamos juntos. Es decir, todo lo relativo al fenómeno humano de la presencia. De esta forma, se restringe la definición de la experiencia del encuentro, en función de las posibilidades técnicas de reproducción con que cuentan los dispositivos (cámaras y micrófonos). Es por esto, que entiendo que conceptualmente la presencialidad es una forma de presencia degradada, que reduce a la experiencia humana a sus potencialidades de reproducción digital.
No obstante, cuando escucho hablar de la presencialidad-virtualidad, no solo pienso en este binomio que acabo de describir. Porque para mi yo prepandémico que todavía resiste, es imposible olvidar otra de las acepciones del término virtualidad: “que tiene existencia aparente y no real”. Ésta sería para mí la definición más acertada. Al menos así es como lo siento, como una simulación precaria de la experiencia real. Y creo que esto es lo que más me molesta del término presencialidad. Que viene a camuflar al sentido original del término "virtualidad". O directamente a negarlo. Porque si la virtualidad fuese aquello de existencia aparente y no real, su opuesto no sería la presencialidad, sino la realidad. Para entender el alcance de esta operación semántica, basta con pensar qué diferente sería nuestro imaginario sobre la tecnología, si en lugar de hablar de presencialidad-virtualidad, habláramos de realidad-virtualidad.
Como decía antes, el concepto presencialidad degrada a la presencia al simple acto de vernos y escucharnos, dejando por fuera todos los otros aspectos de la experiencia humana involucrados en el fenómeno real. Esta transformación, también se manifiesta en el desplazamiento que el término "presencialidad" está haciendo del término "presencia" en nuestro lenguaje cotidiano. Progresivamente en el uso coloquial, estamos comenzando a sustituirlos o confundirlos como si fueran sinónimos. Todos intuimos, quizás de forma algo imprecisa, que existe una diferencia sustancial entre presencialidad y presencia. Tenemos un saber común que surge de la vivencia, gracias al que podemos comprender el sentido humano que contiene el concepto presencia, y que la “presencialidad” invisibiliza progresiva e irremediablemente. Porque en la medida que va ganando terreno en nuestro lenguaje, va diluyendo los aspectos humanos de la presencia de nuestro imaginario. Y si bien puede parecer una afirmación algo radical, no tengo dudas. Porque una de las características más espeluznantes (e innegables) de las transformaciones producidas por las tecnologías, es que producen un efecto amnésico profundamente poderoso.
Estamos en un momento de transición y como tal se hace difícil caracterizar todo el proceso. Pero creo empezar a entender algunas cosas. Porque cada vez que me cuestiono sobre las disyuntivas que nos presenta la tecnología respecto a nuestra humanidad, llego siempre a la misma conclusión (o incertidumbre). Y es que estas transformaciones nos confrontan inevitablemente, por un lado, con las limitaciones de nuestra comprensión sobre la experiencia humana y por otro, con las limitaciones de nuestro lenguaje. Porque por ahora, no sabemos o no podemos determinar exactamente cuáles son todos los fenómenos involucrados en la experiencia de compartir la presencia con otro. Y el peligro es que estas nuevas prácticas sociales, técnicas y culturales distorsionan y mutilan estas experiencias profundamente, sin que ni siquiera podamos determinar qué es aquello que estamos transformando o perdiendo. Y para peor, olvidándolo muy rápidamente.
En este sentido, el confinamiento cumplió una función determinante con un éxito arrasador. Ya que nos predispuso a aceptar la virtualización de casi todas las experiencias humanas a un nivel inconcebible en un contexto pre pandémico. En ese escenario demencial, se logró instalar la intermediación de la tecnología como un hecho deseable, natural, conveniente e inevitable. Pero la realidad, es que mientras permanecemos distraídos en la comodidad de los dispositivos, permitimos que aspectos esenciales de nuestra existencia sean reemplazados por simulaciones empobrecidas, que creo van en detrimento de nuestra naturaleza humana.
Por todo esto, creo que para que nuestra humanidad no se diluya en el proceso de digitalización, antes de seguir avanzando, deberíamos ser capaces de responder a estas preguntas:
¿Qué fenómenos ocurren al estar con otro que convierten a la experiencia del encuentro en una vivencia humana imposible de digitalizar? ¿Qué es todo eso que falta en la pantalla?
Para ensayar una respuesta, creo que hay que empezar por utilizar los términos correctos, que no son presencialidad-virtualidad, sino presencia-ausencia. ¿Y qué es la ausencia?
El fenómeno de la presencia y la ausencia, puede entenderse en dos niveles. Uno sería el material: que algo se encuentre físicamente en un lugar o no lo esté. Y el otro sería el nivel existencial referente a la vivencia humana. Estar presente, en este sentido, es un estado particular del ser, que va mucho más allá de lo físico y que está atado a la existencia de un otro. Todos comprendemos que alguien puede estar presente físicamente, pero mental o emocionalmente ausente. ¿Pero cómo podríamos definirlo en términos materiales o sensoriales? Quizás sea posible para los expertos en comportamiento humano, realizar una extensa lista de condicionantes del lenguaje, micro expresiones y sutilezas del comportamiento capaces de caracterizar este fenómeno. Pero el común de los mortales, podemos detectar este estado particular de la presencia gracias a un conjunto de factores de la interacción humana que experimentamos inconscientemente y que, en su mayoría, ignoramos. Un saber que surge exclusivamente de la vivencia y que, creo, se puede dimensionar mejor cuando intentamos explicar qué es la ausencia. Tengo algunas definiciones, pero creo ninguna alcanza.
La ausencia es hacer presente lo que no está. Es el anhelo por la presencia del otro. Es una experiencia vital, profunda e intransferiblemente humana imposible de describir cabalmente, ni capturar o reproducir con un aparato. Parece ser un vacío específico -y al mismo tiempo- indeterminado, conformado por nuestra percepción de la manifestación existencial (inmaterial) del otro. Y que se produce en nuestro interior cuando corroboramos que nuestra construcción perceptiva-existencial del otro desaparece. Lo que también podríamos describir como “extrañarlo”.
No puedo demostrarlo aún, pero estoy convencida de que gran parte de lo que nos hace humanos se encuentra en estos espacios difusos entre lo real y su reproducción, entre la presencia y la ausencia. Fenómenos indeterminados, para los que nuestro lenguaje no tiene palabras precisas y que la tecnología se está encargando de mutilar progresiva e irreversiblemente, antes de que lleguemos a comprenderlos.
En definitiva, el concepto "presencialidad" contiene una carga ideológica deshumanizante que reduce a la experiencia humana a sus posibilidades de reproductibilidad técnica. A la vez que libera a la "virtualidad" de su carácter de irrealidad, para jerarquizarla como un nuevo plano de la de la existencia humana, en los términos concebidos por la “nueva normalidad”. Es decir, una realidad en la que sólo puede existir aquello que los aparatos tengan capacidad de registrar y reproducir. En la medida en que no logremos identificar y explicar todo lo que queda por fuera de ellos, es probable que lo vayamos perdiendo poco a poco.
Ojalá logremos explicar estos fenómenos a tiempo. Supongo que tendremos que esperar a que aparezcan los filósofos o los poetas capaces de hacerlo.
Textos escritos por una humana - Ariadna Santini